La crucifixión y muerte de Jesús (según la Biblia)


No se sabe con certeza el año en el que Jesús fue crucificado, pero parece haber sido cerca del año 33 d.C. El día antes de su crucifixión, Jesús fue traicionado por uno de sus discípulos, Judas, quien lo entregó a los principales sacerdotes. Ellos, luego de prender a Jesús, lo llevaron ante el sumo sacerdote, Caifás, para interrogarle. Allí lo acusaron de blasfemia y decidieron que era reo de muerte. Su sentencia: la crucifixión.

Jesús pasó una noche llena de torturas, burlas y maldiciones por parte de sus acusadores. Al amanecer del siguiente día lo llevaron ante Pilato, el gobernador romano. Este no encontró motivo para sentenciar a Jesús con la muerte, pero cedió ante los gritos y la presión del pueblo y de los sacerdotes. Finalmente, Pilato mandó azotar a Jesús y lo entregó para que fuera crucificado.

Antes de ser crucificado, Jesús recibió muchos azotes, golpes, escupitajos y burlas. Le colocaron un manto púrpura, una corona de espinos y una vara de caña para burlarse de él como Rey de los judíos. Luego, volvieron a vestirle con sus ropas y se lo llevaron para crucificarlo. Lo llevaron a un lugar llamado Gólgota o lugar de la Calavera, donde fue crucificado. La muerte de Jesús fue muy dolorosa y humillante. La crucifixión se reservaba para los peores malhechores y se aplicaba con contundencia y crueldad.

Según el relato bíblico, Jesús estuvo cerca de 6 horas sobre la cruz antes de morir. Durante esas horas Jesús sufrió intenso dolor, deshidratación, soportó muchas burlas y maldiciones, además de sufrir la humillación de estar desnudo ante todos. Pero, aun en medio de ese marco tan horrendo, todos vieron que Jesús no era un ser humano cualquiera. Él era Dios encarnado, enviado para salvar y redimir a la humanidad. La muerte formaba parte de ese propósito divino.

Encontramos el relato bíblico de la crucifixión de Jesús en Mateo 27:32-56, Marcos 15:25-41, Lucas 23:33-49 y Juan 19:18-37.

Las 6 horas de Jesús en la cruz

La Biblia nos dice la hora en la que crucificaron a Jesús: las 9:00 de la mañana o la hora tercera. Después de una noche de torturas y maltratos, el cuerpo de Jesús estaba bastante resentido. Ya tenía pocas fuerzas físicas, pero todavía tendría que enfrentar la prueba más dura: su crucifixión.

Para los soldados encargados de la crucifixión era simplemente un día más de trabajo. Ellos decidieron repartir la ropa de Jesús entre ellos. Primero, tomaron el manto y lo dividieron en 4 pedazos, uno para cada uno. Sin embargo, la túnica de Jesús era de una sola costura y no querían romperla. Por esto, echaron suertes. Este fue el cumplimiento de la profecía dada en el Salmo 22:18:

Se repartieron entre ellos mi manto, y sobre mi ropa echaron suertes.

Jesús no estuvo solo en su momento de mayor dolor y angustia. La Biblia dice que contó con la compañía de su madre, su tía y otras mujeres que estuvieron con él, además del apóstol Juan. De hecho, en el Evangelio de Juan se nos relata una escena muy bonita en la cual Jesús mostró su amor y su cuidado por su madre, María. Jesús le encargó a Juan, el discípulo amado, que cuidara de su madre desde ese momento.

Algunas de las mujeres mencionadas que acompañaron a Jesús en ese momento tan triste fueron María Magdalena, María la madre de Jacobo y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Estas eran mujeres que habían servido con fidelidad a Jesús durante su ministerio. La Biblia menciona también que muchos conocidos miraban desde lejos todo lo que sucedía.

Jesús fue crucificado junto a dos bandidos, uno a su derecha y el otro a su izquierda. En realidad, esto no fue un arreglo al azar. Fue el cumplimiento de una profecía dada en Isaías 53:12.

Pero Jesús, en lugar de enfocarse en su propio dolor o en la injusticia que estaba sufriendo, tuvo una actitud llena de amor y de perdón hasta el final.

Cuando llegaron al lugar llamado la Calavera, lo crucificaron allí, junto con los criminales, uno a su derecha y otro a su izquierda.
—Padre —dijo Jesús—, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
- Lucas 23:33-34a

Aun en medio de tanto dolor, horror y humillación, Jesús escogió perdonar a los que lo crucificaron. Jesús mostró su amor y su compasión hasta el último momento de su vida terrenal. Él podía haber pedido a Dios que enviara fuego o venganza sobre sus verdugos, pero no lo hizo. ¡Escogió perdonar!

Y es que la cruz se trata precisamente de eso: del perdón de Dios para la humanidad. Gracias a la muerte en la cruz de Jesús, el Cordero perfecto (Juan 1:29), ya no tenemos que pagar o morir eternamente por nuestros propios pecados. Basta con creer que el sacrificio de Jesús es válido para nosotros, aceptarle en nuestros corazones como Señor y Salvador, y vivir para él. ¡Somos perdonados y reconciliados con Dios a través de Jesús! ¡Cuánta gracia y cuánto perdón!

Durante sus horas colgado en la cruz, Jesús tuvo que escuchar gritos, insultos, blasfemias y burlas constantes de los que pasaban frente a él. Para el populacho, presenciar una crucifixión era todo un espectáculo. Esta actitud nos habla claramente de los valores morales que prevalecían.

Tristemente, los jefes de los sacerdotes, junto con los maestros de la ley y los ancianos, se unieron también a los reproches y a las burlas. O sea, Jesús no solo tuvo que soportar el dolor físico, sino también una gran carga emocional debido a los insultos y las burlas.

Es increíble ver que Jesús tomó tiempo para hablar y acercar el reino de Dios a uno de los bandidos crucificados junto a él. En Lucas leemos una conversación de Jesús con uno de ellos. El bandido reconoció que aunque él merecía el castigo de la crucifixión, Jesús era completamente inocente. Ese hombre no solo reconoció la inocencia de Jesús, sino también su santidad y su divinidad al decir:

Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.
Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso —le contestó Jesús.
- Lucas 23:42-43

Justo en los últimos momentos de su vida, ese bandido recibió la salvación y la promesa de la vida eterna.

Sucedieron cosas maravillosas e inexplicables durante las horas que Jesús estuvo sobre la cruz. Una de ellas fue que hubo un tiempo de oscuridad, alrededor de tres horas de oscuridad sobre la tierra.

Lucas 23:44-45 dice que el sol se ocultó y todo quedó en profunda oscuridad. Al parecer, hubo algo similar a un eclipse solar, aunque más largo de duración e inexplicable. La naturaleza no permaneció indiferente ante la muerte de Jesús, el Cordero perfecto a través del cual hemos sido redimidos.

Sobre las 3:00 de la tarde (o la hora novena) Jesús levantó su voz en un fuerte grito y clamó al Padre con todo su ser.

Elí, Elí, ¿lama sabactani? (que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”.
- Mateo 27:46

Ese clamor era una cita directa del Salmo 22:1, salmo profético que detalla el sufrimiento, la muerte y la victoria o reinado eterno de Jesús.

El Evangelio de Juan explica que Jesús sabía que su misión en la tierra había terminado. Su misión llegaba a su fin y con sus últimas frases él dejó claro que todo había sucedido conforme a la voluntad del Padre. Quedaba consumado el plan para la redención de la humanidad, se había cumplido sin que nadie lograra impedirlo.

Finalmente, Jesús gritó con gran fuerza y clamó a gran voz. Con ese grito él entregó su espíritu al Padre y murió. El Evangelio de Lucas nos dice las palabras que gritó Jesús en su momento final:

Entonces Jesús exclamó con fuerza: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!
Y al decir esto, expiró.
- Lucas 23:46

En ese momento el velo del templo se rasgó por la mitad, justo en el instante en el que Jesús murió. Ese velo grueso y pesado separaba el Lugar Santo del Lugar Santísimo, el lugar terrenal donde moraba la presencia de Dios al que solo podía entrar el Sumo Sacerdote (Éxodo 26:31-34).

Entonces Jesús volvió a gritar con fuerza, y entregó su espíritu. En ese momento la cortina del santuario del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.
- Mateo 27:50-51a

El velo rasgado simbolizó el acceso directo que tenemos ahora a la presencia de Dios gracias al sacrificio de Jesús. Solo a través de él tenemos acceso a Dios y al perdón de nuestros pecados. Él se ofreció como cordero perfecto para que, por medio de él, podamos tener paz con Dios.

En efecto, Cristo no entró en un santuario hecho por manos humanas, simple copia del verdadero santuario, sino en el cielo mismo, para presentarse ahora ante Dios en favor nuestro. Ni entró en el cielo para ofrecerse vez tras vez, como entra el sumo sacerdote en el Lugar Santísimo cada año con sangre ajena. Si así fuera, Cristo habría tenido que sufrir muchas veces desde la creación del mundo. Al contrario, ahora, al final de los tiempos, se ha presentado una sola vez y para siempre a fin de acabar con el pecado mediante el sacrificio de sí mismo.
- Hebreos 9:24-26

Pero no solo se rasgó el velo del templo. ¡La tierra toda se conmovió! El Evangelio de Mateo también menciona un gran temblor de tierra, tan fuerte que se partieron las rocas. Vemos una vez más que la naturaleza reaccionó con fuerza ante la crucifixión de Jesús.

Debido al temblor tan fuerte se abrieron los sepulcros. Pero lo más asombroso es que resucitaron muchos santos. O sea, gente temerosa del Señor que había estado muerta hasta ese día ahora estaba viva. Por lo general, eso no ocurre cuando hay un temblor de tierra. ¡Solo el poder de Dios puede resucitar a los muertos!

Se abrieron los sepulcros, y muchos santos que habían muerto resucitaron. Salieron de los sepulcros y, después de la resurrección de Jesús, entraron en la ciudad santa y se aparecieron a muchos.
- Mateo 27:52-53

Vemos que, después de la resurrección de Jesús, estas personas se aparecieron en la ciudad y muchos les vieron. La Biblia dice que eran santos, gente que amaba y servía a Dios. Ahora tenían una nueva oportunidad para dar testimonio del gran poder de Dios sobre la muerte física y la muerte espiritual.

Lo más maravilloso que puede ocurrir es la transformación de un corazón. El mayor de todos los milagros es ver una vida cambiada al tener un encuentro con Jesús. El mismo centurión, escogido para supervisar que todo sucediera tal como debía ser durante la crucifixión de Jesús, no pudo resistirse ante el poder del amor redentor de Dios.

Entonces Jesús exclamó con fuerza: ¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Y al decir esto, expiró. El centurión, al ver lo que había sucedido, alabó a Dios y dijo: Verdaderamente este hombre era justo. Entonces los que se habían reunido para presenciar aquel espectáculo, al ver lo ocurrido, se fueron de allí golpeándose el pecho.
- Lucas 23:46-48

¡El centurión alabó a Dios! Él se dio cuenta de que Jesús no era un hombre cualquiera. Sabía que Jesús había muerto sin merecerlo y que lo había hecho por amor a la humanidad. Tanto el centurión como otros que habían presenciado la crucifixión de Jesús notaron algo diferente en Jesús y quedaron impactados por ello. Sus vidas ya no serían igual.

Y así es. Cuando tenemos un encuentro con el Cristo crucificado, aquel que murió por cada uno de nosotros, no podemos seguir igual. Su sangre nos limpia de todo pecado y, gracias a él, disfrutaremos de la vida eterna.

Y en virtud de esa voluntad somos santificados mediante el sacrificio del cuerpo de Jesucristo, ofrecido una vez y para siempre.
- Hebreos 10:10

Pero Jesús no se quedó muerto. Tal como había sido profetizado (Salmo 16:10; Mateo 16:21) ¡Jesús resucitó! La muerte no pudo retenerlo, no acabó con él. Y es gracias a la victoria de Jesús sobre la muerte que nosotros, los que creemos en él, también gozaremos de la vida eterna con él.

Lo cierto es que Cristo ha sido levantado de entre los muertos, como primicias de los que murieron. De hecho, ya que la muerte vino por medio de un hombre, también por medio de un hombre viene la resurrección de los muertos. Pues así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos volverán a vivir.
- 1 Corintios 15:20-22a